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Para poder realizar algo en esta vida no basta solo con desearlo ni con la voluntad firme de llevarlo a cabo, también se necesitan los medios para que se pueda hacer realidad lo que nos proponemos; de lo contario, la frustración y el fracaso estarán asegurados de antemano. La misión de la Iglesia, dar testimonio de Cristo hasta el último rincón de la tierra, desborda las capacidades humanas de quienes formamos parte de ella; es evidente que, como dijo Jesús, “la cosecha es mucha y los obreros son pocos…”, y, en realidad, hoy, dos mil años después, varios millones de personas en el mundo ni siquiera han oído hablar de Jesucristo. Mirando las cosas de esta manera, pudiéramos tener la impresión de que el Señor nos ha enviado a cumplir un imposible; pero el evangelio del Domingo de Pentecostés nos da la respuesta que necesitamos para no desanimarnos ni renunciar a la proclamación del Evangelio, que constituye la razón de ser de la Iglesia: el Resucitado se aparece en medio de los temerosos discípulos y los envía a evangelizar, pero, inmediatamente después, les concede el Espíritu Santo, porque sabe muy bien que, sin Él, ni estos discípulos ni sus sucesores podrían hacer nada.
A lo largo de la historia de la Iglesia los cristianos hemos olvidado -y seguimos olvidando esta realidad, con las desastrosas consecuencias que todos conocemos. El Reino de Dios es de Dios, no nuestro, o sea, su principio de acción no está en las capacidades y recursos de quienes forman la Iglesia, sino en el propio Dios, que por medio de su Espíritu va obrando -a menudo a través de las cosas pequeñas, y en silencio-, para hacerlo crecer y dar frutos de salvación. Esta es la razón por la cual muchas veces nos desesperamos o nos sentimos confundidos: no entendemos el modo divino de obrar, acostumbrados, como estamos, a las exigencias de eficacia inmediata y palpable que el mundo actual impone a cualquier actividad humana. La manera óptima en que podemos colaborar con el Señor en la extensión de su Reino consiste en ponernos en consonancia con su Espíritu Santo, dejarnos guiar e iluminar por Él y renunciar a nuestros modos y cálculos humanos, para adoptar el estilo de Dios; esto implica una gran dosis de obediencia, humildad y confianza en Él. Hagamos nuestra, por tanto, la plegaria clásica de la Iglesia en el día de Pentecostés: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.”
PENTECOSTÉS 2021