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El evangelista San Marcos no es siempre delicado cuando se refiere a los discípulos del Señor; nos hace a menudo un retrato poco favorable de sus actitudes y acciones, no busca disimular los defectos, pecados y miserias que tenían – como cualquier ser humano –, incluso en los momentos fundamentales de la vida de Jesús, baste recordar la desbandada de todos ellos cuando arrestaron a su Maestro en el Huerto de los Olivos. Pues bien, el evangelio de hoy es uno de esos episodios en los que, de nuevo, los discípulos quedan malparados: “¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?”, es el duro reproche que el Señor les dirige. Nos encontramos ante un típico relato de milagro, que centra su atención no tanto en el acto prodigioso realizado por Jesús, sino en el significado que éste tiene para la fe de los discípulos y de la Iglesia posterior; la clave está en la pregunta que los discípulos y todos los presentes se hacen: “¿Quién es éste…?
El comienzo del evangelio de Marcos nos indica con claridad el objetivo central de su autor: mostrarnos que Jesucristo es el Hijo de Dios; por esta razón nos salen constantemente al encuentro tanto la pregunta sobre la identidad de Jesús (“¿Quién es éste?”), como las diversas opiniones que se habían formado sobre su persona los discípulos, la gente, las autoridades religiosas israelitas, el rey Herodes o Pilatos. Aquí está la cuestión principal de nuestro evangelio de hoy: si los discípulos hubiesen tenido la convicción de fe de que su Maestro era el Hijo de Dios, entonces el miedo instintivo a la furia de las fuerzas naturales (en este caso, la tempestad y las enormes olas), no habría desembocado en el terror incontrolable, sino en la confianza firme en que todo saldría bien, porque ellos estaban con Jesús. La imperturbable tranquilidad con la cual su Maestro dormía en la barca, azotada por los vientos y las olas, tendría que haber sido el signo apaciguador de todos sus temores, pero tenían poca o ninguna fe en Él, faltaba mucho todavía para que lo reconocieran como su Señor y Salvador. Ahora podemos entender el reproche que Él les hace después de la vuelta a la calma.
Hermanos: la fe no puede ser nunca ciega ni, mucho menos, terca. No consiste en, contra toda lógica, cerrar los ojos a la realidad objetiva, sino en confiar en Aquél en cuyas manos está todo lo que existe: su amor y su poder nos garantizan, sin alguna duda, que no somos víctimas indefensas de los vaivenes de la vida ni de las fuerzas humanas o naturales que actúan en el mundo; por eso, aun en medio de las mayores vicisitudes, mirándolo a Él podremos serenar nuestro corazón y, apoyados en la fe, continuar adelante, hasta llegar a buen puerto. Supliquemos, por tanto, como aquel hombre del evangelio: “Creo, pero ayuda mi falta de fe.”
DOMINGO XII ORDINARIO 2021