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“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”, fue la respuesta categórica que Jesús dio a quienes de la secta saducea trataban de ponerlo en un aprieto con sus preguntas sobre la resurrección de los muertos, y la cual viene muy a propósito para iluminar el mensaje del evangelio de este domingo, que es uno de esos en los cuales el Señor se muestra como Aquel con el poder sobre dos realidades inevitables en la vida humana: la enfermedad y la muerte. Son dos límites que, también hoy, marcan la existencia de todas las personas, sin excepción alguna. La experiencia de este período de pandemia solo ha venido a confirmar lo que, quizás, necesitábamos que se nos recordara –tan confiados estábamos en el poder del progreso tecnológico y la ciencia, hasta el punto de olvidar nuestra condición de criaturas–: que no somos dueños absolutos de la vida que disfrutamos ni nos la dimos ni determinamos su amplitud; existimos, en definitiva, porque Dios –y esto es una verdad de fe fundamental–, nos lo ha concedido, y únicamente Él puede señalar sus límites.

La gran y buena noticia la constituyen, de nuevo, las palabras iniciales de esta reflexión: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”, o sea, la afirmación que, salida de los labios de Jesucristo, nos ratifica la firme voluntad divina de darnos vida, no solo ésta, en este mundo, sino, sobre todo, la que llamamos “vida eterna” en el lenguaje común cristiano, y que constituye la plenitud, lo máximo, a que puede aspirar el ser humano: vivir en la presencia de Dios; “contemplaremos cara a cara” –dijo San Pablo–, algo que San Ireneo, uno de los Padres de la Iglesia del siglo III, mártir de la fe, condensó en una bella y profunda frase: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios”.

La curación de aquella mujer enferma y la devolución de la vida a la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga, son, como decíamos al principio, una muestra del poder del Señor Jesús sobre la enfermedad y la muerte y, además, un anuncio anticipado de lo que Él realizaría más adelante cuando se entregase en la cruz: abrirnos las puertas de la salvación eterna. Ambas personas, la mujer y la niña, enfermaron y murieron en su momento, como cualquier otro ser humano; pero quedó en pie la exhortación que Cristo le hizo a Jairo: “No temas, basta que tengas fe”, y es ella, la fe, quien nos asegura la veracidad de la promesa que Dios nos hizo por medio su Hijo, muerto y resucitado.

Hermanos: estamos en las manos del Señor, del Dios que nos ama y nos ha creado para vivir; de Él venimos y hacia Él nos dirigimos mientras peregrinamos por este mundo; que la certeza de su amor por todos nosotros, que brota de la fe, nos anime en nuestro caminar y nos vaya preparando para el encuentro definitivo con Dios y quienes nos han precedido en esta vida.

DOMINGO XIII ORDINARIO 2021