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En la vida de la fe sucede de modo semejante a lo que acontece con la vida familiar: el que se distancia de la comunidad cristiana, así como quien está lejos de su familia, se “pierde” todo lo que suceda en ella, ya sea positivo o negativo, alegre o triste; la lejanía física o espiritual le impide compartir con los demás creyentes esas experiencias y, cuando, como Tomás, el apóstol, acude a su comunidad, se siente “fuera de ambiente”, desorientado. Lo dicho antes no significa que el resto de los discípulos tuviese una fe mucho más madura y firme –continuaban reunidos a puertas cerradas, porque tenían miedo–, sino que habían tenido ya la experiencia de ver al Señor Resucitado, y la luz estaba comenzando a iluminar las tinieblas de su torpeza e incredulidad. Sólo cuando Tomás hizo, junto a sus hermanos, la experiencia de encontrarse con Cristo, pudo vencer sus resistencias internas y exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”
En la primera lectura de este segundo domingo de Pascua el libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta un cuadro ideal de la vida de las primeras comunidades cristianas. Hoy Dios no nos pide imitar, al pie de la letra, el modo en que se practicó la fe en aquel entonces, sino esforzarnos para que en la Iglesia vivamos según los principios que siempre la han distinguido de cualquier otro grupo humano: la caridad fraterna, la comunión estrecha entre todos los que la forman, el servicio generoso y la disponibilidad para ayudar a los hermanos en la fe –porque la caridad empieza por casa, según el refrán–, de manera que, como los cristianos de esa época, “todos pensemos y sintamos lo mismo…, y ninguno pase necesidad”. Unas comunidades con este talante, una Iglesia con ese estilo único, de seguro que constituirá para el mundo un testimonio contundente de que Cristo ha resucitado. Supliquemos al Espíritu Santo que nos conceda los dones espirituales que precisamos para ser los testigos de la Resurrección, alegres y auténticos, que el mundo de hoy necesita.
Mensaje II Domingo de Pascua